DE LO QUE SÉ DE MÍ
MAÑANA DE OCTUBRE Me he despertado a las doce del mediodía. La música de la alarma de mi teléfono móvil me pintaba, una mañana más, la cara color esperanza. He sentido el edredón sobre mí, cubriéndome, abrazándome. También el pantalón de pijama, suave, cómodo, agradable, cálido. Termina la canción que tengo como alarma y abro los ojos. Veo mi cuarto lleno de luz de paz, de calma. Me levanto muy despacio. Bajo desde mi habitación, por las escaleras de madera, al baño. Me agacho ante el grifo y bebo un poco de agua. Me lavo las manos y estiro los dedos. Me lavo la cara con agua fría. Voy a la cocina y miro por la ventana: los árboles están a punto de irse; se los lleva el viento. Salgo a la calle y se me lanza un gran viento. ¡Hace calor! —exclamo para mí mismo—. ¿Hace calor? —me pregunto entonces—. Es el bochorno, uno caliente con fuerza y templanza. Bajo al jardín. Mi pies se han ido desentumeciendo al pisar madera cálida en mi cuarto, baldosa fría de camino al baño, madera tibia en el baño, la alfombrilla rasposa a la entrada de la casa, hormigón grumoso al salir a la calle, las escaleras de piedras grandes que escalonadas de forma desigual llevan al jardín y, ahora, la hierba que siento fresca en las plantas de mis dos pies. Todas las hojas de todos los bosques que me rodean chocan entre sí y contra el viento. Se menean al compás de su árbol, de su rama y de sí mismas. De un modo parecido danzan las ramas y copas de los árboles: adelante y atrás, y de atrás hacia delante al mismo son que un navío que flota entre olas en alta mar. Aquí las olas son de viento y el mar son los bosques. A veces, a estos árboles se les escapan hojas. O se las lanza cual ofrendas al viento, quien, si no, las arranca, lleva y suelta luego donde nadie sabe. Cuando este viento se vuelve una ráfaga fuerte y larga, parece que los árboles quisieran abalanzarse sobre mí. Todos al mismo tiempo. Me impresiona, pues es ¡tremendo! Ante estos bufidos del viento, todo bicho volante se lo piensa una, dos y tres veces antes de tratar de desplazarse por el revueltísimo y peligroso medio fluido en el que se convierte el aire. Todo el cielo, aquí y en el horizonte, está cubierto de nubes de un gris claro con un ligero tono azul pastel. Y esta espesura es interrumpida por zonas blancas por las que pueden cruzar, con más intensidad, algunos rayos del sol. Me visita un abejorro en un momento en el que el viento se ha aligerado. Seguidamente, tras nuevas estampidas casi huracanadas, me alcanzan hojas verdes, amarillas, rojizas y marrones. También es traída hasta la mesa sobre la que escribo alguna semilla que tal vez germine para que de ella brote un nuevo árbol en primavera. Ante Don Viento, ¿qué pueden hacer los señores árboles? ¡Este los está desnudando y trocito a trocito, una a una, se aventuran las hojas al final de su vida, desterradas de su árbol madre. ¿Les había advertido alguien sobre tal final? ¡Ninguna sabía nada hasta que se soltó la primera! Entonces se empezó a correr el rumor entre hojas y por las ramas, entre árboles y por los bosques. Vuelve el abejorro volando por detrás de mí… —¡Serás atrevido! —le digo. También cruza un cortapichas la mesa en la que apoyo mi cuaderno. —Pero, ¡señores! ¿Dónde van? —les grito. Las hojas a las que les toca irse flotan, giran, se marcan un espectáculo improvisado de vueltas y acelerones y frenadas, y terminan cayendo en un punto sobre la superficie del suelo imposible de adivinar hasta que ahí se aquietan. Y ahí se quedan hasta secarse y desintegrarse. Frente a mí, en el prado, los caballos comen y comen con la cabeza gacha. Mueven sus colas morenas o rubias de lado a lado, ¡lo que les da un toque muy alegre! En cierto momento todo calla y se ilumina un paso de luz blanquecina entre la nubareda. El sol quiere imponerse como si de una deidad se tratara, mas no termina de mostrarse. Otra vez, a pesar del riesgo, una mariposa se la juega. Y mitad vuela, mitad es volada y arrastrada; volteada y arrasada por el viento. Las aspas verdes metálicas de un pequeño molino de jardín giran, giran, giran… ¡Qué elegantes! —pienso—. ¡Qué bello movimiento! La atmósfera está estanca arriba y todo se mueve abajo. Una luz gris y tenue lo cubre todo a lo alto y, por debajo, cierta bruma lo empapa también todo. Entre soplido y soplido, el aire en movimiento hace que me lleguen ráfagas de brillo del sol desde la hierba. Pues esta, ante empujones suaves del viento, se dobla y vuelve a erguirse, mostrándose como si olas de un mar campestre.
GOTAS ESPINOSAS DE HIELO Te observo en tu escenario desde las rendijas de mi memoria. Tus recuerdos, que son míos, se entremezclan con tu figura erguida en un fondo dorado oscuro y negro. Los ojos azules con los que me miraste con claridad hipnotizante cruzan la retina de mis ojos marrones y circulan por mi cuerpo, cual dos gotas de hielo con punta de espina, hasta posárseme sobre el corazón. Ahí, con el ir y venir de este, el que últimamente he ido vendado con cautela, con el poco calor que en su profundidad le queda, terminan por derretirse las heladas, espinadas gotas de tu mirada. Así pues, estas gotas de tus ojos sin sal se resbalan por las musculosas paredes de mi debilitado corazón impulsor. Una gota es lágrima dulce que recorre la faz de mi órgano palpitante hasta la boca de este, donde la lágrima es bebida por la ranura que aún queda abierta, indicio y prueba de que mi núcleo de sangre se me partió… Y por esta ranura bebe ahora de vuelta por todas las lágrimas que desde mis ojos se le arrebataron; que tras huir de un corazón roto mis ojos a desperdiciaron hacia fuera. Ahora, este motor fundamental de mi cuerpo, seco, hace cuanto puede por no perder más sustancia viva y bebe; bebe para sanarse. La otra gota cae por la frente, la sien y luego el pómulo de mi músculo motor. Sisea en susurros semicirculares, esparciendo su sabor agridulce de sudor desmayado. Es una gota sudorífica en la que refleja el sofoco de mi órgano latiente por tratar de mantenerse con la mínima firmeza en su sitio. Por no soltarse de venas y arterias que lo riegan o vacían; para no dejarse caer y salirse del cuerpo que le era guarida; para no llegar hasta el suelo, traspasarlo y enterrarse a sí mismo en el subsuelo, nada más que a causa de dos gotas espinosas de hielo.