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QUERIDAS FIESTAS DESCRITAS Celebramos las magníficas fiestas de mi pequeño pueblo el sábado del primer fin de semana del mes de septiembre, cuando el sentir de las vacaciones empieza a querer marcharse de las pieles de todos, alargándolo entonces de esta forma. Este día, la que es más bien una diminuta aldea, se llena de vecinos de los pueblos cercanos, de amigos y de familiares. Situada sobre una ladera en un valle estampado de campos y bosques, esta super micrópolis no consta más que de once casas, distribuidas desordenadamente entre calles inclinadas y retorcidas. De este modo, el pueblo crece el día en el que se celebra, por todo lo alto, lo que termina siendo todo un festival. Recuerdo siempre un ambiente lleno de alegre luz del sol, que ilumina y a su vez calienta el césped que se encuentra frente a la iglesia, seco y amarillento tras el verano. Así pues, el atrio se convierte por una jornada en núcleo de la festividad. En este día, los múltiples colores de los banderines triangulares que danzan en filas sobre las calles se mezclan con el azul claro del cielo, con los marrones y grises de los muros de piedra, y con los blancos de las fachadas de las anchas casas. Al día le dan aún más color y viveza la variada indumentaria de niños y mayores, algunos de ellos portando pañuelos y fajas rojas sobre su ropa blanca, mientras otros visten tradicionales camisas de cuadros y muchos simplemente no se ponen nada más que algo cómodo que les permita saltar, bailar y beber y comer sin miedo a mancharse. En la entrada de la iglesia, se coloca una alta barra de madera desde la que se venden bebidas de todo tipo y chucherías para los más pequeños. Enfrente, sobre la hierba que termina siempre tan pisoteada, se colocan las mesas plegables que, rodeadas de sillas y cubiertas de trozos de papel blanco, lucen bandejas de huevos fritos, jamón con tomate y cestas de pan entre la cubertería, vasos y platos de plástico. La música festiva no deja de sonar en ningún momento. Suenan trikitixas y panderetas, canciones en euskera y gritones irrintzis, y se entonan rancheras con una guitarra en mano y ándales en las bocas. En jolgorio de conversaciones, bromas y risas, participan los granujas estallidos de petardos que encienden y lanzan los niños, y que llenan al aire de olor a pólvora gris y yeso blanco. A las doce del mediodía, el cohete iniciador de la celebración ha explotado en el cielo haciendo retumbar toda la atmósfera en hervor. Justo entonces, las calles parecen ensancharse cuando los niños pasan lanzando hacia adelante sus cuerpecitos a la velocidad del rayo, escapando de los toros de juguete, lo cual, tal y como puede entenderse viendo sus caras de concentración, emoción, o incluso susto, parece hacerles sentirse en una constante aventura desenfrenada. Una vez terminado el encierro de los audaces pequeñines, nadie quiere seguir esperando; la comida está servida y se llenan las mesas, se llena el atrio, se llenan las bocas. Música y alegría, sal y sol, color y calor festivo.

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